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quarta-feira, 3 de julho de 2002

     Eran idénticas las gemelas Gómez, sólo las distinguía la precisión de algunos gestos. Sin embargo, esa diferencia en sus rostros era la exacta medida de la diferencia en sus espíritus. La tía Marcela tenía en los ojos la luz de quienes le buscan a la vida su mejor lado, la de quienes para su desgracia no accedieron a la felicidad que sólo pueden disfrutar los tontos, pero que están dispuestos incluso a parecerlo con tal de asirse a la punta de alguna dicha. Por eso canturreaba siempre, para dormir a los niños y para despertarlos, para ensartar una aguja, para rogarle al cielo que los huevos del desayuno no se pegaran a la sartén, para pedirle a su marido que la mirara como al principio y hasta para acompañar el soliloquio de sus largas caminatas.
     La tía Jacinta heredó de su madre una melancolía extenuante. A veces se quedaba mirando al infinito como si algo se le hubiera perdido, como si el infinito mismo no le bastara a su anhelo de absoluto. A veces la entristecía no haber nacido en Noruega una noche de tormenta, no conocer el Congo, ni saberse capaz de viajar por la India. Estaba segura de que nunca vería Egipto, de que jamás podría recorrer la sierra de Chihuahua, de que el mar con sus traiciones y sus promesas no sería nunca su compañero de todos los amaneceres. Desde niña había leído con pasión, pero de cada historia que leía no sacó nunca la certidumbre de estar dentro de ella que sienten muchos lectores. Al contrario, cada historia, cada lugar, cada personaje había servido siempre para que ella se hundiera en la nostalgia de sólo ser ella. No sería jamás una suicida como Ana Karenina, ni una borracha como Ava Gardner, ni una loca como Juana de Orleans, ni una invasora como Carlota Amalia, ni una cantante desaforada como Celia Cruz.
     Tenía cinco hijos, nunca podría saber lo que era tener dos ni lo que sería tener diez. Tenía una casa mediana y un marido comerciante, nunca sabría de los palacios, ni del hambre. Su marido tenía el pelo castaño y dócil, ella jamás entendería lo que era acariciar un pelo hirsuto y negro como el de Emiliano Zapata, una cabeza dorada como la de Henry Fonda o una por completo calva como la del Obispo Toríz.
     A veces su hermana interrumpía una canción para preguntarle en qué pensaba, por qué en los últimos quince minutos no había dado un pespunte. Entonces la tía Jacinta le contestaba cosas como:
     —¿No te hubiera gustado pintar la Mona Lisa? ¿Te imaginas si hubiéramos aprendido baile con Fred Astaire? ¿Evita Perón será una mentirosa? ¿De qué número calzará Pedro Infante? Dicen que hay una playa en Oaxaca que se llama Huatulco y es el paraíso. Y tú y yo aquí metidas.
     —A mí me gusta aquí —decía la tía Marcela, mirando el campo a su alrededor y los volcanes a lo lejos. Ese campo nunca era el mismo. Cada estación lo iba cambiando de colores y sólo porque los hábitos decían que esas montañas se llamaban siempre igual era posible verlas como lo mismo cuando a veces brillaban de verde y a veces la sequía los dejaba grises y polvorientos.

Ángeles Mastretta, em "Mujeres de Ojos Grandes". Trecho.

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