Úrsula se preguntaba si no era preferible acostarse de una vez en la sepultura y que le echaran la tierra encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad creía que la gente estaba hecha de hierro para soportar tantas penas y mortificaciones; y preguntando y preguntando iba atizando su propia ofuscación, y sentía unos irreprimibles deseos de soltarse a despotricar como un forastero, y de permitirse por fin un instante de rebeldía, el instante tantas veces anhelado y tantas veces aplazado de meterse la resignación por el fundamento, y cagarse de una vez en todo, y sacarse del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo un siglo de conformidad.
-¡Carajo!-gritó.
Amaranta, que empezaba a meter la ropa en el baúl, creyó que la había picado un alacrán.
-¡Dónde está!-preguntó alarmada.
-¿Qué?
-¡El animal!-aclaró Amaranta.
Úrsula se puso un dedo en el corazón.
-Aquí-dijo.
(GGM, Cien años de soledad)